domingo, 12 de abril de 2009

Vivir, una eterna alegría

Muy temprano en la mañana partieron a buscar su cuerpo. Fueron a todos los cementerios que conocían y nada encontraron. Apesadumbrados se reunieron en el sótano donde estaban alojando, hasta donde llegó una de las amigas del maestro, otra persona más de las que lo seguía. Gritando de júbilo les dijo que ya no estaba en la tumba, que se había ido, que lo había visto más radiante que nunca. Sólo 2 de sus amigos les creyeron, el resto se burló de ella y le dijo que descansara, que la pena la tenía imaginando cosas.
Ella quedó muy triste con esto que le dijeron y se fue.

Seguían preguntándose el paradero de su cuerpo, y en eso estaban cuando una gran luz los encegueció, provenía del umbral de la puerta. Cuando acomodaron su vista a esta luminosidad pudieron distinguirlo, era él, su gran amigo, quien les había enseñado tanto. No sólo estaba radiante por la luz que emanaba de él, también su cara era de plena alegría, de gran gozo.

Fue ahí cuando recordaron lo que les había dicho la última noche que pasaron juntos, en esa cena. Les había prometido que jamás los dejaría solos y así estaba ocurriendo.

La alegría fue infinita, no por haberlo visto, sino por todo lo que les seguía entregando. Pronto emprendería el viaje definitivo, pero siempre estarían con él, de una nueva forma. Pues este gran amigo, que llegó como un desconocido, se transformó en amor absoluto y en alegría eterna.
Les entregó la vida, la vida eterna, la vida de quien ama y recibe amor, la vida del que cree, del que tiene fe.

Alégrense con ellos, vivan felices, pues el Señor, Cristo Jesús, ha resucitado.

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